miércoles, 20 de noviembre de 2024

Labios sellados

 


Cuando soltar duele, pero retener nos destruye, el alma aprende a hablar en silencio.


Prólogo

Hay despedidas que no ocurren entre dos cuerpos, sino entre dos dimensiones de un mismo sentimiento. Son adioses que no se pronuncian en voz alta, pero resuenan como un latido sordo en la memoria. Esta carta nace allí: en ese territorio donde nada sucedió… y, sin embargo, lo cambió todo. Es un intento de poner en palabras lo que nunca tuvo nombre, de cerrar con ternura aquello que ardió en silencio.


Carta

Quisiera escribir con las más bellas palabras que existan; unas que puedan expresar cuánto significas para mí. Sé que no existen. No las buscaré.
Así como ya no te buscaré más a ti, porque… ¡tampoco existes!
No en este hoy.
No en este tiempo que te diluye y me deshace.

Te he buscado en este hoy como si fueras el del “hoy” de un ayer; ese que reconocí en tu mirada, en tu voz y en tu risa. Aquella chispa que abrió un universo dentro de mí: impreciso, inesperado, maravilloso… y doloroso a la vez. Pero la versión tuya que mi alma recuerda ya no está aquí. O quizás sí, pero fuera de mi orilla.

Quizás en el “hoy” de un mañana —si no te busco— llegue por fin a tiempo.
Quizás allí, en algún doblez del destino, nuestras coincidencias no duelan.

Mientras tanto, con dolor y ternura, desataré los nudos con los que tejí mis sueños. Soltaré la cuerda invisible que me mantiene atada a ti, para que todo lo que te rodea te libere de mí; de este sentimiento que no sé nombrar —porque, como te dije— no hay palabras que lo definan.

Si te pido perdón, ¿me perdonarías?
No por sentir, porque sentirte ha sido una bendición.
Te pido perdón por quedarme más tiempo del que debí en el borde de tu vida.

A veces deseo desaparecer como si mi alma cayera en un agujero negro: ese abismo cósmico donde el tiempo se curva hasta volverse extraño. Y en esa frontera —donde la teoría imagina puentes que conectan distintos espacios y momentos— quisiera que un pliegue del universo me devolviera a ti en otro tiempo.
Un tiempo sin miedo.
Un tiempo sin silencios heridos.
Un tiempo donde mirarnos no doliera.

Hubiese querido que —si había silencio entre nosotros— fuera porque nuestros labios se sellaban a besos. Como no pudo ser, te prometo que morderé los míos para no pronunciar tu nombre.
Serás mi jardín secreto.
Mi constelación oculta.
La historia que solo mi pecho recordará cuando el mundo duerma.

Tu paz es la mía.
Por eso me alejo, sin ruido.
Te suelto, con amor.
Te abrazo mientras escribo, ¡con ternura!,
incluso ahora que lees,
incluso mientras me creas perdida.

Solo prométeme algo:
Prométeme que serás feliz, pero tan feliz que tu alegría resuene como un susurro en mi alma. Y que —sin voltear atrás para verte— pueda sentirte pleno, y así yo pueda decirme, en voz baja y sincera:
“Valió la pena renunciar a ti.”


Epílogo

No toda despedida es una puerta que se cierra; algunas son un pacto silencioso entre dos almas que se reconocieron demasiado tarde. Este adiós no busca olvido, sino paz… ¡la forma más generosa de amar!, aunque se rompa el alma en ese desprendimiento.

viernes, 15 de noviembre de 2024

Territorio de Ausencia


“Cuando la espalda es un muro, el deseo aprende a huir.”

Prólogo

Amar es una forma de mirar. Desear es una forma de decir sin palabras. A veces un simple roce sostiene universos enteros, y una sonrisa compartida mantiene vivo lo que dos cuerpos todavía ignoran que está naciendo.
Pero cuando se retira la mirada, cuando la piel se ofrenda solo por su reverso, la pasión empieza a respirar con dificultad. La ausencia de un gesto puede ser más elocuente que cualquier silencio.
Este texto nace ahí: en la distancia mínima que separa la piel del alma, en la frontera donde un cuerpo se convierte en sombra y la pasión busca desesperadamente un resquicio de luz.

A veces el amor se desgasta en los gestos que se omiten, en las palabras que se guardan demasiado tiempo. Me doy cuenta cuando te busco y encuentro solo la sombra de lo que fuiste. Me negaste tu voz, y en ese silencio suspendido quedó atrapada también la posibilidad de entenderte. Confiscaste las sonrisas que antes me alumbraban, y cada una de tus miradas —esas que antes abrían puertas— parece ahora custodiada detrás de un velo impenetrable.

Te vuelves de espaldas ante mí como quien levanta un santuario para protegerse, un muro que declara sin pronunciarlo: mírame, eso quiero, pero no te acerques demasiado. Y en esa pared viva que es tu espalda, ese territorio donde se enlazan tus pensamientos secretos con los pasos que te alejan, intento aún reconocer un mapa hacia ti. La recorro con mis manos, la despierto con mis labios, como si en su superficie pudiera encontrar alguna ruta de regreso a tu luz.

Tu espalda —esa tierra tibia que quisiera abrazar con ternura, ese refugio al que desearía acercarme sin miedo— guarda la fortaleza que anhelo. Allí busco un indicio, una señal mínima de que todavía es posible sostenerte. Pero no encuentro tus ojos, ni miradas que me sostengan. No descubro en ella tu boca, ni las sonrisas que alguna vez me dieron certeza de poder tocarte sin herirte. Solo hallo un espejo opaco, una sombra que ya no me refleja.

Y en esa ausencia que se extiende entre tu piel y mi deseo, algo empieza a quebrarse. Tu espalda me ofende sin querer, me confunde, me asusta; me aparta. Y me pregunto, con una inquietud que crece como un eco: ¿eres tú quien se retira, paso a paso, de mi frontera? ¿O soy yo quien, sin saberlo, comienza también a alejarse?

Epílogo

Quise sostener el fuego solo con mis manos, pero sin tus ojos el incendio se volvió humo. La piel que antes respondía al roce ahora es solo superficie sin destino. Comprendí entonces que la pasión no muere por falta de contacto, sino por falta de encuentro. Y que ninguna caricia sobrevive cuando quien la recibe ya no mira.

“Toda pasión necesita un gesto que la sostenga.”