sábado, 7 de mayo de 2011

LOLA Y SUS ENREDOS: (53) EL FINAL

















Nota de la autora: La imagen que ilustra este capítulo no identifica el número, ni el título, ni el autor —no sé, en realidad, si es el capítulo final o el inicial contado al final—. No sé si la autora es Anita, o soy yo… ¡es la vida de Lola, y con ella todo es un enredo! Que el reloj esté desarmado refuerza la sensación de que el tiempo se detiene, se dilata o incluso pierde relevancia frente a los ciclos humanos de vida, muerte, memoria y legado —mientras la historia continúa, incesante, en cada recuerdo que la mantiene viva.

 

“Cuando la vida se despide, la historia continúa en manos de quienes aman.”

El día estaba maravilloso. Salía el sol después de haber estado toda la mañana lloviendo; una lluvia suave y fría como la seda. Era esa época del año en que coincidían las estaciones. Todo húmedo, verde y floreado, por la lluvia y el sol. Tiempos de romances y nostalgias, de siembras y cosechas. El tiempo todo lo puede y todo lo invade, dejando su infalible huella; pero, en fin, ese es el destino inexorable de la naturaleza y de la humanidad: cambiar, para bien o para mal.

—¡Por Dios! La misa de difuntos de esta mañana… se me hizo eterna. José debería retirarse ya, se ha puesto chocho. Alarga mucho sus sermones y, sin darse cuenta, empieza a hablar en latín. No, no, no… ¡Es insoportable estar casi dos horas de pie o sentada, no aguanto mis caderas ni mi espalda! —se quejaba Doña Ana, al referirse a la precoz senilidad de su amigo, el cura Don José.

—¡Abuela Ana, han pasado los años… y los años no pasan como si nada! Fíjate, tú estás también chocha; vives quejándote de todo y por todo. —le acotó Anita, muerta de la risa, mientras acomodaba una silla para que su abuela se sentara y descansara los pies.

Antonio sonreía, porque ellas dos siempre se enganchaban en un tema. Todo lo que dijera su abuela, Anita lo remedaba y viceversa. Eran, como dicen por ahí, ¡uña y sucio!

—Ninguno de ustedes se atreva a pasar con los zapatos llenos de barro, con esta lluvia el camposanto estaba hecho un pantano. ¡Lávense las caras y manos, todos directos a la cocina, que vamos a almorzar! —les advertía Antonio a los muchachos.

Temprano habían asistido a la misa de difuntos y luego pasaron por el cementerio para llevarle flores a sus muertos. Antonio se sentó en la mesa, en silencio. Siempre, en esta fecha, la melancolía era su mejor compañía. Aunque les repetía a los muchachos, una y otra vez, que recordasen con alegría a su madre… era él quien obviaba este consejo. No importaba lo que hiciese, siempre terminaba con los ojos llenos de lágrimas. No solo la recordaba, sino que la extrañaba en demasía.

Los muchachos se sentaron en la mesa con desorden y algarabía. El almuerzo sería especial ese día, pues Luis Antonio, el cuatro de ocho, cumplía diez años. Sus hermanos lo llamaban “cuatro” porque, de ocho, fue el cuarto varón y el cuarto rubio. Él, ante este sobrenombre, no tardaba en manifestar su enojo, recalcándoles que se llamaba Luis Antonio. Entre risas y protestas, los siete reclamaban la comida; pero esta no se servía porque no estaban presentes todos: faltaba Anita.

—No se vale, papá, es mi cumpleaños y quiero comer ya. ¡No es justo que Anita se haga esperar! —se quejó el cumpleañero.

Antonio, soltando un suspiro, ordenó a los chicos tener paciencia y guardar compostura. Se levantó y fue directo a la escalera, se paró al pie de esta.

—Anita, Anita… te estamos esperando para almorzar, ¡se están amotinando! —le gritó Antonio, desde lo bajo, a su consentida.

Ella bajó las escaleras lentamente, con su amplia sonrisa; una de esas que ablandan el más duro corazón. Mientras bajaba, uno a uno los escalones, lo miraba con esos grandes ojos azules y llenos de amor, como los de Lola. Tenía sus brazos a la espalda, escondiendo algo en sus manos. Al llegar donde estaba él, se sentó en un escalón y lo invitó a sentarse, haciéndole señas con una de las manos. Él se sentó con una risa contenida, siguiéndole el juego. Anita puso frente a él una gran caja blanca con un moño azul brillante.

—¿Qué es esto, cariño? —le preguntó intrigado, agarrándolo con sus manos y apoyándolo sobre sus muslos.

—Es un regalo para Luis Antonio. ¡Ábrelo! —le dijo Anita con dulzura.

Antonio lo abrió. Dentro se encontraba una especie de libro, con cartulina como portada. Lo hojeó, encontrándose con muchas hojas mecanografiadas y fotografías insertas; lo había titulado: LOLA Y SUS ENREDOS. Los ojos se le llenaron de lágrimas y apretó sus mandíbulas para ahogar el llanto.

—¿Es lo que yo creo… la historia de tu mamá, de mi Lola? —le preguntó con la voz entrecortada, gimoteando.

—Sí, papá, por lo menos lo que yo recuerdo… y otras cosas que mi abuela Ana, mis tías, Matilde, las nanas, Teresa y, bueno, casi todos algo me han dicho… hasta tú, ¡quien has sido quien más me ha contado! ¿Te gusta? —le preguntó por preguntar, pues era evidente que sí.

Lo abrazó fuertemente y le dijo al oído:

—Saqué muchas copias, a todos les he dejado la suya sobre sus camas… en especial a ti, que fuiste su adoración. Te amo, papá, ¡no lo olvides nunca! —Guardó el obsequio dentro de la caja, se levantó y se fue directo a la cocina.

Antonio la miraba mientras se iba, al tiempo que su corazón se comprimía; Anita ya era toda una mujer, bien criada, igualita a su Lola y había cumplido su palabra: ¡haría lo que fuera para que a su madre nadie la olvidara! Sentado en la escalera, se quedó con su melancolía y con su alegría; con su frustración y su satisfacción. Desde ahí escuchaba las exclamaciones de los muchachos al ver el regalo de Anita. Ella les contaba cosas, cosas que ellos preguntaban. De vez en cuando lloraban y otras veces reían. Antonio sonrió; la risa de ellos era bálsamo para su alma acongojada.

Lola se fue… pero no lo dejó solo, ¡le dejó el más grande de los tesoros, sus hijos!

FIN

“Este final no cierra —despierta—. El regalo que Anita entregó hoy es la semilla de la historia que comenzó ayer —la que les narré—, que seguirá viviendo mañana y siempre, entre sus descendientes, mientras haya quien recuerde.”


AGRADECIMIENTO

Todos, en mayor o menor medida, en algún momento o durante toda la vida, de una forma u otra, sentimos el impulso de rayar una hoja en blanco. Es parte de nuestra naturaleza: expresar libremente aquello que nos habita, sean ideas sencillas o pensamientos profundos, emociones o sentimientos, realidades o ficciones. Al final, poco importa el contenido; lo esencial es el acto de expresarse.

Ustedes me han acompañado en esta maravillosa aventura de llenar páginas. Gracias por estar ahí: por escuchar, por apoyar, por animar. A ustedes les dedico este capítulo.


NOTA: La foto que ilustra el presente relato fue bajada de Imágenes de Google; se desconoce autor o propietario, a ellos los méritos y derechos que puedan corresponderle.

viernes, 6 de mayo de 2011

LOLA Y SUS ENREDOS: (52) SANTÍSIMO CRISTO DE LA VERA-CRUZ



“La fe, el amor y la justicia se entrelazan en un abrazo eterno.”

Una mañana gris plata, como el acero de una daga. Una lluvia tenue y pertinaz, como el llanto de aquel al que se le ha robado, de su alma, la paz. La lluvia mecía las ramas de los árboles, como debió mecer los brazos de la madre al recién nacido… el que no logró colocar su rostro en el pecho de ella para alimentarse de su cálido fluido, ni arrullarse con sus rítmicos latidos.

Doña Ana estaba afligida, pero no desesperada; sabía que, tarde o temprano, esta desgracia sucedería. Había ido a casa con el penoso deber de buscar los trajes con los que sepultarían a su marido e hija. Márgara y Ana Isabel se encargaron de Luis Antonio, el “cuatro de ocho” … mientras que Antonio cuidaba de los cuerpos insepultos de su suegro y de su mujer.

Doña Ana, en su triste resignación, miraba por la ventana, al fondo de los jardines. Era inmenso el dolor de saber que jamás volvería a ver a Lola cruzando la verja para venir a verla. Tampoco la vería recorriendo el jardín, jugando con sus hijos, ni recogiendo flores ni frutos. En su agonía, hurgó en los cajones de la cómoda buscando fotografías de ella; quería grabar sus facciones, no quería que se le borrasen de la memoria ni recordarla como un fantasma.

En su búsqueda encontró una que creía olvidada. Esa foto la tomó el cura Don José, cuando Lola nació: estaban Don Luis, Doña Rosaura cargando a su hija y ella. Cuando Don Luis dejó a Rosaura para casarse con Doña Ana, la dejó embarazada, sin saberlo. Lola nació el día que ellos se casaron y, Doña Rosaura, en un acto de gran amor y desprendimiento, se las entregó para que la criaran como suya; para que le dieran una vida con amor de familia y decoro… no quería que la llamasen “la hija de la bruja”.

A cambio, les prometió jamás interferir ni acercarse a ella. Doña Ana desarrolló un amor extraordinario por la niña, la quería más que a sus propias hijas. Siempre temió que Doña Rosaura se arrepintiera y en cualquier momento se la quitara. Doña Rosaura siempre cumplió su palabra en vida, pero muerta, eso fue otra vaina. No solo se llevó a Lola, sino a Luis, el único hombre que ella amó… por fin, ¡estaba con su familia reunida!

—Anita, Anita… despierta, cariño. Ya tendrás tiempo de llorar y dormir. Acompáñame a la iglesia, te lo pido de corazón, ¡no puedo sola con esto! —le dijo a su nieta mientras le retiraba el cabello del rostro.

—Sí, abuela Ana, ¡yo voy contigo! —le contestó al tiempo que se colocaba los zapatos y el abrigo.

Bajaron por las escaleras y salieron por la puerta, juntitas, tomadas de la mano. Cruzaron la calle sin ningún cuidado, mojándose los pies y llenando sus zapatos de barro. Cuando iban justo por el centro de la plaza, Anita dejó de andar.

—Abuela Ana, ellos me dieron un mensaje para ti… —mientras hablaba buscaba algo en sus bolsillos.

Doña Ana no le contestó nada en principio; se quedó parada, prácticamente paralizada.

—¿Es necesario esto? ¿En realidad debo escucharlo? —le hablaba sin bajar la cabeza para mirarla.

Tenía miedo Doña Ana de lo que Anita le diría; bien sabía que había heredado el don de su abuela Rosaura.

—¡Mira, abuelita, mira! —le expuso, en la palma abierta de su mano, dos objetos por ella apreciados.

Uno era su anillo de matrimonio y, el otro, el Cristo de la Vera-Cruz. Doña Ana, gratamente sorprendida, se puso de cuclillas ante su nieta. Tomó los objetos entre sus manos y los besaba con vehemencia y… ¡lloraba y lloraba! Los había perdido muchísimo tiempo atrás, no esperaba, ni en sueños, recuperarlos.

—El anillo te lo manda el abuelo y dice que casarse contigo fue lo más hermoso que haya hecho; que te ama y que jamás dejará de hacerlo. El Cristo te lo da mi madre; ella dice que fue afortunada de tenerte y, ahora, de tenerlas a las dos. También dijo que tu dolor no te aparte de Dios, que la historia de Jesús no es un cuento bien contado, ni es cuestión de fe… es real, ¡y todos lo llegaremos a ver en su tiempo justo! ¡Ah! Mi abuela Rosaura te mandó las gracias por haber cuidado de su hija y nietos, que ella mejor no lo podría haber hecho, y te mandó esto… —Anita le mostraba una dulce y pícara sonrisa, mientras metía su mano otra vez en el bolsillo.

La sacó con el puño y así lo colocó frente a la cara de su abuela. La fue abriendo lentamente, hasta que quedó completamente abierta. Pero allí no había nada, o nada se veía. Ante la cara intrigada de Doña Ana, Anita soltó una carcajada.

—Abuelita, no lo ves, pero allí está; lo sentirás. Ella te envía un aliento de consuelo y de profunda paz. Cierra los ojos…

Doña Ana los cerró y Anita sopló su mano. ¡Doña Ana sintió… lo que le habían regalado! Se abrazó a su nieta y le sonrió. Se puso de pie y reflexionó.

Se dirigía a la iglesia a advertirle al cura Don José que, por ningún motivo, permitiría que enterraran a su marido y a su hija junto a Doña Rosaura. Ahora, todo cambiaba: veía las cosas desde otra perspectiva; su dolor no la cegaba. Anita no dejaba de asombrarla; siempre era pertinente y oportuna. A Dios le daba las gracias porque con ella contaba. Continuaron su marcha, pero con otro semblante.

—¡Buenos días, José, contigo quiero hablar! —le dijo al cura al tiempo que se enganchaba de su brazo—. Debo ir al hospital, así que te suplico mandes al curita Don Francisco a mi casa y que él, junto a Doña Teresa, recojan todas, pero todas las flores del jardín; que no quede ni una a la planta atada. Quiero que la iglesia esté llena de luz, colores y gratas fragancias… que no parezca una misa de difuntos, sino que luzca como una misa en Sábado de Gloria. También te pido que reacomodes los bancos, para que las tres urnas puedan estar una junto a las otras, como corresponde a unos padres con su hija.

Las palabras de Doña Ana sonaron como cánticos celestiales a Don José, pues temía que ella se pusiera necia con el asunto. Contento como estaba por la justicia que se hacía con Doña Rosaura, su amiga de toda la vida, con gritos apremiaba al curita Don Francisco para que hiciese lo que tenía que hacerse.

Esa tarde, el centro de la ciudad colapsó. El cura Don José, a solas en el campanario, lloraba la muerte de sus amigos. En ese momento estaba disgustado con Dios por el duro golpe que le había asestado directo al corazón; se desquitaba con el campanario, se colgaba de él y lo hacía retumbar sin cesar por cada rincón de la ciudad, como gritos desesperados… ¡llenos de dolor!

La iglesia se desbordó… ¡la gente no cabía en ella! Ocuparon la plaza y las calles aledañas. Unos pocos iban por curiosidad; otros tantos, por compromiso social; pero la mayoría asistió porque amaba y respetaba a esos muertos.

Los tres féretros fueron llevados a hombros hasta el cementerio. En el camino, la gente se fue disgregando poco a poco, paso a paso; solo quedaron los dolientes. Nunca se sabrá cuánto lloraron sobre las sepulturas; la lluvia lavaba sus rostros y sofocaba sus gemidos, como diciéndoles que estaba mal tanto llanto, o… ¿les estaba diciendo que el cielo los acompañaba en su dolor? No lo sé, ¡quién sabe cómo se manejan los asuntos de Dios!

“Y así, bajo la lluvia y los cánticos del cielo, los corazones encontraron consuelo; lo perdido fue sentido, lo eterno abrazado, y la justicia del amor se hizo presente en cada lágrima, en cada gesto, en cada flor que perfumó la memoria.”


“La fe, el amor y la justicia se entrelazan en un abrazo eterno.”

Una mañana gris plata, como el acero de una daga. Una lluvia tenue y pertinaz, como el llanto de aquel al que se le ha robado, de su alma, la paz. La lluvia mecía las ramas de los árboles, como debió mecer los brazos de la madre al recién nacido… el que no logró colocar su rostro en el pecho de ella para alimentarse de su cálido fluido, ni arrullarse con sus rítmicos latidos.

Doña Ana estaba afligida, pero no desesperada; sabía que, tarde o temprano, esta desgracia sucedería. Había ido a casa con el penoso deber de buscar los trajes con los que sepultarían a su marido e hija. Márgara y Ana Isabel se encargaron de Luis Antonio, el “cuatro de ocho” … mientras que Antonio cuidaba de los cuerpos insepultos de su suegro y de su mujer.

Doña Ana, en su triste resignación, miraba por la ventana, al fondo de los jardines. Era inmenso el dolor de saber que jamás volvería a ver a Lola cruzando la verja para venir a verla. Tampoco la vería recorriendo el jardín, jugando con sus hijos, ni recogiendo flores ni frutos. En su agonía, hurgó en los cajones de la cómoda buscando fotografías de ella; quería grabar sus facciones, no quería que se le borrasen de la memoria ni recordarla como un fantasma.

En su búsqueda encontró una que creía olvidada. Esa foto la tomó el cura Don José, cuando Lola nació: estaban Don Luis, Doña Rosaura cargando a su hija y ella. Cuando Don Luis dejó a Rosaura para casarse con Doña Ana, la dejó embarazada, sin saberlo. Lola nació el día que ellos se casaron y, Doña Rosaura, en un acto de gran amor y desprendimiento, se las entregó para que la criaran como suya; para que le dieran una vida con amor de familia y decoro… no quería que la llamasen “la hija de la bruja”.

A cambio, les prometió jamás interferir ni acercarse a ella. Doña Ana desarrolló un amor extraordinario por la niña, la quería más que a sus propias hijas. Siempre temió que Doña Rosaura se arrepintiera y en cualquier momento se la quitara. Doña Rosaura siempre cumplió su palabra en vida, pero muerta, eso fue otra vaina. No solo se llevó a Lola, sino a Luis, el único hombre que ella amó… por fin, ¡estaba con su familia reunida!

—Anita, Anita… despierta, cariño. Ya tendrás tiempo de llorar y dormir. Acompáñame a la iglesia, te lo pido de corazón, ¡no puedo sola con esto! —le dijo a su nieta mientras le retiraba el cabello del rostro.

—Sí, abuela Ana, ¡yo voy contigo! —le contestó al tiempo que se colocaba los zapatos y el abrigo.

Bajaron por las escaleras y salieron por la puerta, juntitas, tomadas de la mano. Cruzaron la calle sin ningún cuidado, mojándose los pies y llenando sus zapatos de barro. Cuando iban justo por el centro de la plaza, Anita dejó de andar.

—Abuela Ana, ellos me dieron un mensaje para ti… —mientras hablaba buscaba algo en sus bolsillos.

Doña Ana no le contestó nada en principio; se quedó parada, prácticamente paralizada.

—¿Es necesario esto? ¿En realidad debo escucharlo? —le hablaba sin bajar la cabeza para mirarla.

Tenía miedo Doña Ana de lo que Anita le diría; bien sabía que había heredado el don de su abuela Rosaura.

—¡Mira, abuelita, mira! —le expuso, en la palma abierta de su mano, dos objetos por ella apreciados.

Uno era su anillo de matrimonio y, el otro, el Cristo de la Vera-Cruz. Doña Ana, gratamente sorprendida, se puso de cuclillas ante su nieta. Tomó los objetos entre sus manos y los besaba con vehemencia y… ¡lloraba y lloraba! Los había perdido muchísimo tiempo atrás, no esperaba, ni en sueños, recuperarlos.

—El anillo te lo manda el abuelo y dice que casarse contigo fue lo más hermoso que haya hecho; que te ama y que jamás dejará de hacerlo. El Cristo te lo da mi madre; ella dice que fue afortunada de tenerte y, ahora, de tenerlas a las dos. También dijo que tu dolor no te aparte de Dios, que la historia de Jesús no es un cuento bien contado, ni es cuestión de fe… es real, ¡y todos lo llegaremos a ver en su tiempo justo! ¡Ah! Mi abuela Rosaura te mandó las gracias por haber cuidado de su hija y nietos, que ella mejor no lo podría haber hecho, y te mandó esto… —Anita le mostraba una dulce y pícara sonrisa, mientras metía su mano otra vez en el bolsillo.

La sacó con el puño y así lo colocó frente a la cara de su abuela. La fue abriendo lentamente, hasta que quedó completamente abierta. Pero allí no había nada, o nada se veía. Ante la cara intrigada de Doña Ana, Anita soltó una carcajada.

—Abuelita, no lo ves, pero allí está; lo sentirás. Ella te envía un aliento de consuelo y de profunda paz. Cierra los ojos…

Doña Ana los cerró y Anita sopló su mano. ¡Doña Ana sintió… lo que le habían regalado! Se abrazó a su nieta y le sonrió. Se puso de pie y reflexionó.

Se dirigía a la iglesia a advertirle al cura Don José que, por ningún motivo, permitiría que enterraran a su marido y a su hija junto a Doña Rosaura. Ahora, todo cambiaba: veía las cosas desde otra perspectiva; su dolor no la cegaba. Anita no dejaba de asombrarla; siempre era pertinente y oportuna. A Dios le daba las gracias porque con ella contaba. Continuaron su marcha, pero con otro semblante.

—¡Buenos días, José, contigo quiero hablar! —le dijo al cura al tiempo que se enganchaba de su brazo—. Debo ir al hospital, así que te suplico mandes al curita Don Francisco a mi casa y que él, junto a Doña Teresa, recojan todas, pero todas las flores del jardín; que no quede ni una a la planta atada. Quiero que la iglesia esté llena de luz, colores y gratas fragancias… que no parezca una misa de difuntos, sino que luzca como una misa en Sábado de Gloria. También te pido que reacomodes los bancos, para que las tres urnas puedan estar una junto a las otras, como corresponde a unos padres con su hija.

Las palabras de Doña Ana sonaron como cánticos celestiales a Don José, pues temía que ella se pusiera necia con el asunto. Contento como estaba por la justicia que se hacía con Doña Rosaura, su amiga de toda la vida, con gritos apremiaba al curita Don Francisco para que hiciese lo que tenía que hacerse.

Esa tarde, el centro de la ciudad colapsó. El cura Don José, a solas en el campanario, lloraba la muerte de sus amigos. En ese momento estaba disgustado con Dios por el duro golpe que le había asestado directo al corazón; se desquitaba con el campanario, se colgaba de él y lo hacía retumbar sin cesar por cada rincón de la ciudad, como gritos desesperados… ¡llenos de dolor!

La iglesia se desbordó… ¡la gente no cabía en ella! Ocuparon la plaza y las calles aledañas. Unos pocos iban por curiosidad; otros tantos, por compromiso social; pero la mayoría asistió porque amaba y respetaba a esos muertos.

Los tres féretros fueron llevados a hombros hasta el cementerio. En el camino, la gente se fue disgregando poco a poco, paso a paso; solo quedaron los dolientes. Nunca se sabrá cuánto lloraron sobre las sepulturas; la lluvia lavaba sus rostros y sofocaba sus gemidos, como diciéndoles que estaba mal tanto llanto, o… ¿les estaba diciendo que el cielo los acompañaba en su dolor? No lo sé, ¡quién sabe cómo se manejan los asuntos de Dios!

“Y así, bajo la lluvia y los cánticos del cielo, los corazones encontraron consuelo; lo perdido fue sentido, lo eterno abrazado, y la justicia del amor se hizo presente en cada lágrima, en cada gesto, en cada flor que perfumó la memoria.”


Este capítulo se lo dedico a todos aquellos que aman a Cristo Jesús; que creen en su palabra: en la eternidad de las almas, en la promesa de una vida después de esta.
Nota: La foto que ilustra este relato fue bajada de Imágenes de Google; se desconoce autor y propietario.