“La fe, el amor y la justicia
se entrelazan en un abrazo eterno.”
Una mañana gris plata, como el
acero de una daga. Una lluvia tenue y pertinaz, como el llanto de aquel al que
se le ha robado, de su alma, la paz. La lluvia mecía las ramas de los árboles,
como debió mecer los brazos de la madre al recién nacido… el que no logró
colocar su rostro en el pecho de ella para alimentarse de su cálido fluido, ni
arrullarse con sus rítmicos latidos.
Doña Ana estaba
afligida, pero no desesperada; sabía que, tarde o temprano, esta desgracia
sucedería. Había ido a casa con el penoso deber de buscar los trajes con los
que sepultarían a su marido e hija. Márgara y Ana Isabel se encargaron de Luis
Antonio, el “cuatro de ocho” … mientras que Antonio cuidaba de los cuerpos
insepultos de su suegro y de su mujer.
Doña Ana, en su
triste resignación, miraba por la ventana, al fondo de los jardines. Era
inmenso el dolor de saber que jamás volvería a ver a Lola cruzando la verja
para venir a verla. Tampoco la vería recorriendo el jardín, jugando con sus
hijos, ni recogiendo flores ni frutos. En su agonía, hurgó en los cajones de la
cómoda buscando fotografías de ella; quería grabar sus facciones, no quería que
se le borrasen de la memoria ni recordarla como un fantasma.
En su búsqueda
encontró una que creía olvidada. Esa foto la tomó el cura Don José, cuando Lola
nació: estaban Don Luis, Doña Rosaura cargando a su hija y ella. Cuando Don
Luis dejó a Rosaura para casarse con Doña Ana, la dejó embarazada, sin saberlo.
Lola nació el día que ellos se casaron y, Doña Rosaura, en un acto de gran amor
y desprendimiento, se las entregó para que la criaran como suya; para que le
dieran una vida con amor de familia y decoro… no quería que la llamasen “la
hija de la bruja”.
A cambio, les
prometió jamás interferir ni acercarse a ella. Doña Ana desarrolló un amor
extraordinario por la niña, la quería más que a sus propias hijas. Siempre
temió que Doña Rosaura se arrepintiera y en cualquier momento se la quitara.
Doña Rosaura siempre cumplió su palabra en vida, pero muerta, eso fue otra
vaina. No solo se llevó a Lola, sino a Luis, el único hombre que ella amó… por
fin, ¡estaba con su familia reunida!
—Anita, Anita…
despierta, cariño. Ya tendrás tiempo de llorar y dormir. Acompáñame a la
iglesia, te lo pido de corazón, ¡no puedo sola con esto! —le dijo a su nieta
mientras le retiraba el cabello del rostro.
—Sí, abuela Ana,
¡yo voy contigo! —le contestó al tiempo que se colocaba los zapatos y el
abrigo.
Bajaron por las
escaleras y salieron por la puerta, juntitas, tomadas de la mano. Cruzaron la
calle sin ningún cuidado, mojándose los pies y llenando sus zapatos de barro.
Cuando iban justo por el centro de la plaza, Anita dejó de andar.
—Abuela Ana,
ellos me dieron un mensaje para ti… —mientras hablaba buscaba algo en sus
bolsillos.
Doña Ana no le
contestó nada en principio; se quedó parada, prácticamente paralizada.
—¿Es necesario
esto? ¿En realidad debo escucharlo? —le hablaba sin bajar la cabeza para
mirarla.
Tenía miedo Doña
Ana de lo que Anita le diría; bien sabía que había heredado el don de su abuela
Rosaura.
—¡Mira,
abuelita, mira! —le expuso, en la palma abierta de su mano, dos objetos por
ella apreciados.
Uno era su
anillo de matrimonio y, el otro, el Cristo de la Vera-Cruz. Doña Ana,
gratamente sorprendida, se puso de cuclillas ante su nieta. Tomó los objetos
entre sus manos y los besaba con vehemencia y… ¡lloraba y lloraba! Los había
perdido muchísimo tiempo atrás, no esperaba, ni en sueños, recuperarlos.
—El anillo te lo
manda el abuelo y dice que casarse contigo fue lo más hermoso que haya hecho;
que te ama y que jamás dejará de hacerlo. El Cristo te lo da mi madre; ella
dice que fue afortunada de tenerte y, ahora, de tenerlas a las dos. También
dijo que tu dolor no te aparte de Dios, que la historia de Jesús no es un
cuento bien contado, ni es cuestión de fe… es real, ¡y todos lo llegaremos a
ver en su tiempo justo! ¡Ah! Mi abuela Rosaura te mandó las gracias por haber
cuidado de su hija y nietos, que ella mejor no lo podría haber hecho, y te
mandó esto… —Anita le mostraba una dulce y pícara sonrisa, mientras metía su
mano otra vez en el bolsillo.
La sacó con el puño
y así lo colocó frente a la cara de su abuela. La fue abriendo lentamente,
hasta que quedó completamente abierta. Pero allí no había nada, o nada se veía.
Ante la cara intrigada de Doña Ana, Anita soltó una carcajada.
—Abuelita, no lo
ves, pero allí está; lo sentirás. Ella te envía un aliento de consuelo y de
profunda paz. Cierra los ojos…
Doña Ana los
cerró y Anita sopló su mano. ¡Doña Ana sintió… lo que le habían regalado! Se
abrazó a su nieta y le sonrió. Se puso de pie y reflexionó.
Se dirigía a la
iglesia a advertirle al cura Don José que, por ningún motivo, permitiría que
enterraran a su marido y a su hija junto a Doña Rosaura. Ahora, todo cambiaba:
veía las cosas desde otra perspectiva; su dolor no la cegaba. Anita no dejaba
de asombrarla; siempre era pertinente y oportuna. A Dios le daba las gracias
porque con ella contaba. Continuaron su marcha, pero con otro semblante.
—¡Buenos días,
José, contigo quiero hablar! —le dijo al cura al tiempo que se enganchaba de su
brazo—. Debo ir al hospital, así que te suplico mandes al curita Don Francisco
a mi casa y que él, junto a Doña Teresa, recojan todas, pero todas las flores
del jardín; que no quede ni una a la planta atada. Quiero que la iglesia esté
llena de luz, colores y gratas fragancias… que no parezca una misa de difuntos,
sino que luzca como una misa en Sábado de Gloria. También te pido que
reacomodes los bancos, para que las tres urnas puedan estar una junto a las
otras, como corresponde a unos padres con su hija.
Las palabras de
Doña Ana sonaron como cánticos celestiales a Don José, pues temía que ella se
pusiera necia con el asunto. Contento como estaba por la justicia que se hacía
con Doña Rosaura, su amiga de toda la vida, con gritos apremiaba al curita Don
Francisco para que hiciese lo que tenía que hacerse.
Esa tarde, el
centro de la ciudad colapsó. El cura Don José, a solas en el campanario,
lloraba la muerte de sus amigos. En ese momento estaba disgustado con Dios por
el duro golpe que le había asestado directo al corazón; se desquitaba con el
campanario, se colgaba de él y lo hacía retumbar sin cesar por cada rincón de
la ciudad, como gritos desesperados… ¡llenos de dolor!
La iglesia se
desbordó… ¡la gente no cabía en ella! Ocuparon la plaza y las calles aledañas.
Unos pocos iban por curiosidad; otros tantos, por compromiso social; pero la
mayoría asistió porque amaba y respetaba a esos muertos.
Los tres
féretros fueron llevados a hombros hasta el cementerio. En el camino, la gente
se fue disgregando poco a poco, paso a paso; solo quedaron los dolientes. Nunca
se sabrá cuánto lloraron sobre las sepulturas; la lluvia lavaba sus rostros y
sofocaba sus gemidos, como diciéndoles que estaba mal tanto llanto, o… ¿les
estaba diciendo que el cielo los acompañaba en su dolor? No lo sé, ¡quién sabe
cómo se manejan los asuntos de Dios!
“Y así,
bajo la lluvia y los cánticos del cielo, los corazones encontraron consuelo; lo
perdido fue sentido, lo eterno abrazado, y la justicia del amor se hizo
presente en cada lágrima, en cada gesto, en cada flor que perfumó la memoria.”
“La fe, el amor y la justicia
se entrelazan en un abrazo eterno.”
Una mañana gris plata, como el
acero de una daga. Una lluvia tenue y pertinaz, como el llanto de aquel al que
se le ha robado, de su alma, la paz. La lluvia mecía las ramas de los árboles,
como debió mecer los brazos de la madre al recién nacido… el que no logró
colocar su rostro en el pecho de ella para alimentarse de su cálido fluido, ni
arrullarse con sus rítmicos latidos.
Doña Ana estaba
afligida, pero no desesperada; sabía que, tarde o temprano, esta desgracia
sucedería. Había ido a casa con el penoso deber de buscar los trajes con los
que sepultarían a su marido e hija. Márgara y Ana Isabel se encargaron de Luis
Antonio, el “cuatro de ocho” … mientras que Antonio cuidaba de los cuerpos
insepultos de su suegro y de su mujer.
Doña Ana, en su
triste resignación, miraba por la ventana, al fondo de los jardines. Era
inmenso el dolor de saber que jamás volvería a ver a Lola cruzando la verja
para venir a verla. Tampoco la vería recorriendo el jardín, jugando con sus
hijos, ni recogiendo flores ni frutos. En su agonía, hurgó en los cajones de la
cómoda buscando fotografías de ella; quería grabar sus facciones, no quería que
se le borrasen de la memoria ni recordarla como un fantasma.
En su búsqueda
encontró una que creía olvidada. Esa foto la tomó el cura Don José, cuando Lola
nació: estaban Don Luis, Doña Rosaura cargando a su hija y ella. Cuando Don
Luis dejó a Rosaura para casarse con Doña Ana, la dejó embarazada, sin saberlo.
Lola nació el día que ellos se casaron y, Doña Rosaura, en un acto de gran amor
y desprendimiento, se las entregó para que la criaran como suya; para que le
dieran una vida con amor de familia y decoro… no quería que la llamasen “la
hija de la bruja”.
A cambio, les
prometió jamás interferir ni acercarse a ella. Doña Ana desarrolló un amor
extraordinario por la niña, la quería más que a sus propias hijas. Siempre
temió que Doña Rosaura se arrepintiera y en cualquier momento se la quitara.
Doña Rosaura siempre cumplió su palabra en vida, pero muerta, eso fue otra
vaina. No solo se llevó a Lola, sino a Luis, el único hombre que ella amó… por
fin, ¡estaba con su familia reunida!
—Anita, Anita…
despierta, cariño. Ya tendrás tiempo de llorar y dormir. Acompáñame a la
iglesia, te lo pido de corazón, ¡no puedo sola con esto! —le dijo a su nieta
mientras le retiraba el cabello del rostro.
—Sí, abuela Ana,
¡yo voy contigo! —le contestó al tiempo que se colocaba los zapatos y el
abrigo.
Bajaron por las
escaleras y salieron por la puerta, juntitas, tomadas de la mano. Cruzaron la
calle sin ningún cuidado, mojándose los pies y llenando sus zapatos de barro.
Cuando iban justo por el centro de la plaza, Anita dejó de andar.
—Abuela Ana,
ellos me dieron un mensaje para ti… —mientras hablaba buscaba algo en sus
bolsillos.
Doña Ana no le
contestó nada en principio; se quedó parada, prácticamente paralizada.
—¿Es necesario
esto? ¿En realidad debo escucharlo? —le hablaba sin bajar la cabeza para
mirarla.
Tenía miedo Doña
Ana de lo que Anita le diría; bien sabía que había heredado el don de su abuela
Rosaura.
—¡Mira,
abuelita, mira! —le expuso, en la palma abierta de su mano, dos objetos por
ella apreciados.
Uno era su
anillo de matrimonio y, el otro, el Cristo de la Vera-Cruz. Doña Ana,
gratamente sorprendida, se puso de cuclillas ante su nieta. Tomó los objetos
entre sus manos y los besaba con vehemencia y… ¡lloraba y lloraba! Los había
perdido muchísimo tiempo atrás, no esperaba, ni en sueños, recuperarlos.
—El anillo te lo
manda el abuelo y dice que casarse contigo fue lo más hermoso que haya hecho;
que te ama y que jamás dejará de hacerlo. El Cristo te lo da mi madre; ella
dice que fue afortunada de tenerte y, ahora, de tenerlas a las dos. También
dijo que tu dolor no te aparte de Dios, que la historia de Jesús no es un
cuento bien contado, ni es cuestión de fe… es real, ¡y todos lo llegaremos a
ver en su tiempo justo! ¡Ah! Mi abuela Rosaura te mandó las gracias por haber
cuidado de su hija y nietos, que ella mejor no lo podría haber hecho, y te
mandó esto… —Anita le mostraba una dulce y pícara sonrisa, mientras metía su
mano otra vez en el bolsillo.
La sacó con el puño
y así lo colocó frente a la cara de su abuela. La fue abriendo lentamente,
hasta que quedó completamente abierta. Pero allí no había nada, o nada se veía.
Ante la cara intrigada de Doña Ana, Anita soltó una carcajada.
—Abuelita, no lo
ves, pero allí está; lo sentirás. Ella te envía un aliento de consuelo y de
profunda paz. Cierra los ojos…
Doña Ana los
cerró y Anita sopló su mano. ¡Doña Ana sintió… lo que le habían regalado! Se
abrazó a su nieta y le sonrió. Se puso de pie y reflexionó.
Se dirigía a la
iglesia a advertirle al cura Don José que, por ningún motivo, permitiría que
enterraran a su marido y a su hija junto a Doña Rosaura. Ahora, todo cambiaba:
veía las cosas desde otra perspectiva; su dolor no la cegaba. Anita no dejaba
de asombrarla; siempre era pertinente y oportuna. A Dios le daba las gracias
porque con ella contaba. Continuaron su marcha, pero con otro semblante.
—¡Buenos días,
José, contigo quiero hablar! —le dijo al cura al tiempo que se enganchaba de su
brazo—. Debo ir al hospital, así que te suplico mandes al curita Don Francisco
a mi casa y que él, junto a Doña Teresa, recojan todas, pero todas las flores
del jardín; que no quede ni una a la planta atada. Quiero que la iglesia esté
llena de luz, colores y gratas fragancias… que no parezca una misa de difuntos,
sino que luzca como una misa en Sábado de Gloria. También te pido que
reacomodes los bancos, para que las tres urnas puedan estar una junto a las
otras, como corresponde a unos padres con su hija.
Las palabras de
Doña Ana sonaron como cánticos celestiales a Don José, pues temía que ella se
pusiera necia con el asunto. Contento como estaba por la justicia que se hacía
con Doña Rosaura, su amiga de toda la vida, con gritos apremiaba al curita Don
Francisco para que hiciese lo que tenía que hacerse.
Esa tarde, el
centro de la ciudad colapsó. El cura Don José, a solas en el campanario,
lloraba la muerte de sus amigos. En ese momento estaba disgustado con Dios por
el duro golpe que le había asestado directo al corazón; se desquitaba con el
campanario, se colgaba de él y lo hacía retumbar sin cesar por cada rincón de
la ciudad, como gritos desesperados… ¡llenos de dolor!
La iglesia se
desbordó… ¡la gente no cabía en ella! Ocuparon la plaza y las calles aledañas.
Unos pocos iban por curiosidad; otros tantos, por compromiso social; pero la
mayoría asistió porque amaba y respetaba a esos muertos.
Los tres
féretros fueron llevados a hombros hasta el cementerio. En el camino, la gente
se fue disgregando poco a poco, paso a paso; solo quedaron los dolientes. Nunca
se sabrá cuánto lloraron sobre las sepulturas; la lluvia lavaba sus rostros y
sofocaba sus gemidos, como diciéndoles que estaba mal tanto llanto, o… ¿les
estaba diciendo que el cielo los acompañaba en su dolor? No lo sé, ¡quién sabe
cómo se manejan los asuntos de Dios!
“Y así,
bajo la lluvia y los cánticos del cielo, los corazones encontraron consuelo; lo
perdido fue sentido, lo eterno abrazado, y la justicia del amor se hizo
presente en cada lágrima, en cada gesto, en cada flor que perfumó la memoria.”
Este capítulo se lo dedico a todos aquellos que aman a Cristo Jesús; que creen en su palabra: en la eternidad de las almas, en la promesa de una vida después de esta.
Nota: La foto que ilustra este relato fue bajada de Imágenes de Google; se desconoce autor y propietario.