—Un relato donde el amor cotidiano se vuelve memoria eterna—
Reflexión inicial
El hogar es, para muchos, el primer territorio donde
aprendemos el significado del amor. Allí descubrimos que el respeto, la entrega
y la devoción no son actos grandiosos, sino gestos pequeños repetidos día tras
día. El calor de una palabra, la atención a un detalle, la constancia de un
cariño que sostiene: todo eso construye un refugio donde uno desea estar, un
lugar seguro, un lugar amado. Y cuando ese amor se vive con naturalidad, hasta
las escenas más simples —o más disparatadas— se convierten en parte de la
historia que nos define.
La Cena
Todos cargamos historias que merecen ser contadas; ninguna
vida pasa sin dejar huellas. La de mi madre, por supuesto, no es la excepción.
Ella amó a mi padre con una devoción tan intensa que el aire de la casa parecía
siempre tibio, como si en cada rincón hubiera un suspiro suyo convertido en
calor. Para ella, el hogar era un altar, y cada olla hirviendo, cada mesa
servida y cada sábana recién doblada, era un acto de amor. Vivía pendiente de
que todo brillara, de que nada fallara… porque él lo merecía. Y él, encantado,
le correspondía con la misma ternura.
Cuando mi padre murió, la casa perdió sonido: el eco de sus
pasos, el murmullo de su risa, el crujido de los muebles cuando él se sentaba.
Mi madre quedó flotando en un silencio extraño, como si el mundo se hubiera
apagado de golpe. Aun así, mantuvo intacta su visión romántica, antigua y
deliciosamente testaruda: para ella, el hombre es un ser esencial, encantador y
digno de cuidados de reina. O de rey, mejor dicho.
Al faltar el suyo, volcó esa energía en mi hermano menor,
que para ese entonces vivía con ella. Pero él… él es un personaje aparte. No se
parece a nadie que yo haya conocido. Es lento y apacible, como si estuviera
hecho de domingo. Camina arrastrando los pies, produciendo un shhh… shhh…
suave sobre el piso, con los hombros ligeramente caídos —como si temiera
molestar al aire— y la mirada siempre un poquito lejos, más allá del lugar y
tiempo presentes. Si le preguntas algo, primero deja que la pregunta caiga
dentro de su cabeza, donde parece deslizarse lentamente como una hoja seca
sobre agua quieta. Cuando por fin responde, ya uno ha olvidado que le había
preguntado.
Eso sí: tiene una paz interior que parece colgarle del
cuello como un escapulario invisible. Nada lo altera, nada lo apura, nada le
quita el sueño. Para él, todo tiene su tiempo… y si no lo tiene, pues
simplemente no era para pensarlo tanto. De una nobleza y bondad que recuerdan a
un monje zen con camisa a cuadros.
Mi madre, en cambio, a sus 83 años sigue siendo pura vida.
Coqueta, despierta, moderna al punto de dejarnos congelados. Si no fuera por
esa rodilla que le da punzadas como agujetas rebeldes, estaría por encima de
todos nosotros en energía y ¡tres pueblos por delante!
Un viernes fui a visitarla. La casa olía a café recién hecho
—nuestro aroma favorito, el que mantiene despierto al corazón— y la brisa
fresca entraba por la ventana de la sala, moviendo levemente las cortinas. Nos
sentamos a ver su novela brasileña en la televisión. El sonido era alto, porque
su oído izquierdo anda como televisor viejo: o suena demasiado o no suena nada.
Ella estaba hipnotizada por la pantalla. Los colores
saturados de la novela iluminaban su rostro, y el dramatismo musical llenaba la
sala como si fuese un teatro improvisado. Era uno de esos capítulos cruciales,
donde la historia se retuerce y uno siente el cosquilleo de lo inevitable.
A las nueve y tanto de la noche, cuando todo estaba al borde
del clímax, se escuchó el chirrido de la reja del portal; luego, la puerta
principal. Mi hermano entró. La puerta emitió ese clic seco que anuncia
la llegada de alguien que no tiene prisa ni para entrar. Lo saludé, hablamos un
poco, y mi madre, sin apartar la mirada del televisor, subió el volumen con un pip-pip-pip
desesperado, intentando escapar del sonido de nuestras voces para no perder el
hilo de su telenovela.
Entonces, sin dejar de mirar la pantalla, preguntó:
—¿Cenaste?
—¡Un coño! —respondió él, ya cansado del día.
Ella asintió, convencida:
—Ah, un pollo…
—No, nada… —intentaba corregir él.
—Ah, con ensalada —remató ella, segurísima.
Mi hermano me lanzó esa mirada suya, tranquila pero
confundida, como quien oye su nombre en un idioma que no conoce. Era una mezcla
de sorpresa pacífica y desconcierto; una expresión muda que decía claramente: ¿De
dónde salió el pollo? ¿Quién sirvió la ensalada?
Antes de que él pudiera desenredar el malentendido, mi madre
apagó el televisor con un clic tajante —justo cuando la protagonista
lloraba bajo la lluvia—. Se levantó del sillón; su caminar cojeante marcaba un
ritmo marcado y digno. Y entonces ocurrió esa imagen que todavía guardo con
cariño: mi madre, erguida como siempre había sido, avanzó con paso firme, y la
bata ligera que llevaba sobre el pijama se elevó levemente detrás de ella,
flotando con un movimiento majestuoso, como si fuera el manto solemne de una
reina española cruzando un salón real. Una mezcla perfecta de orgullo,
tradición y carácter.
Al pasar junto a mi hermano, lo rodeó con sus brazos
pequeños pero firmes y, antes de soltarlo, le descargó su reprimenda:
—¡Qué vaina contigo! Eres un desconsiderado con tu vieja
madre. Debiste llamar para decirme que estabas cenando. Yo aquí preocupada… ¡y
tú dándote tremenda cena!
—Madre, deja que te explique…
—¡Nada de excusas! Mal hijo… desconsiderado. Que descansen.
Hasta mañana.
Y siguió su camino, con su bata ondeando detrás de ella como
una bandera familiar
Mi hermano y yo nos quedamos en silencio, mirando el pasillo
por donde desapareció. A lo lejos, alcanzamos a oír el rechinar delicado de su
puerta al cerrarse. Y por unos segundos, no supimos si reír, suspirar, o
aceptar —una vez más— que así es vivir con ella: un espectáculo encantador,
mitad drama, mitad comedia… ¡totalmente inolvidable!
Reflexión final
Los malentendidos son huéspedes frecuentes en la vida
familiar: llegan sin aviso, levantan revuelo, arrancan risas o regaños, y
después se disipan. Pero con el tiempo —cuando los días se vuelven memoria—
esos enredos cotidianos adquieren un brillo especial. Se transforman en
historias que repetimos con cariño, en anécdotas que nos unen, en recuerdos que
sacan sonrisas incluso cuando el protagonista ya no está. Porque, al final, la
vida familiar está hecha de eso: momentos imperfectos que se vuelven, para siempre,
entrañables