"Para niños que miran al cielo con asombro… y para adultos que aún creen en la luz que guía.”
Había una vez, entre montañas verdes como esmeraldas mojadas
y caminos que olían a mañanas nuevas, un valle misterioso.
Un valle que despertaba cubierto por una cobija de niebla tan suave, tan blanca
y tan tranquila, que parecía hecha de algodón de azúcar recién salido de un
sueño.
A ese lugar le llamaban El Valle de la Niebla.
Mucho tiempo atrás, algunas personas lo llamaban El Valle
de los Muertos, pero eso era porque no entendían su secreto.
El valle no era de miedo… era de magia.
Era el sitio donde la Tierra y el Cielo se daban un abrazo cada amanecer.
La Cuenta-Cuentos
En una casita de la ciudad satélite vivía una mamá que era Cuenta-Cuentos
por naturaleza. No necesitaba libros —aunque tenía montones y los amaba—
porque en cuanto abría uno, ¡zas!, una historia nueva nacía desde su
imaginación, como una mariposa que decide que un capullo ya no es suficiente.
Cada noche inventaba aventuras para sus hijos:
algunas olían a chocolate caliente,
otras sabían a viento fresco,
y muchas brillaban como si le hubieran robado un poquito de luz a las
estrellas.
Esa mamá, que tenía manos tibias y ojos que parecían guardar
historias, llevaba a su hija pequeña a la escuela todas las madrugadas, cuando
el mundo aún bostezaba y los pájaros apenas acomodaban sus plumas.
Un viaje de niebla y luz
Aquel camino pasaba justo al lado del Valle de la Niebla.
Y siempre, siempre, la mamá se quedaba contemplando el horizonte como si viera
algo invisible para los demás.
—Mami —preguntó un día la niña, con su vocecita adormilada—,
¿por qué miras tanto para allá… como si fueras una estatua distraída?
La mamá sonrió, porque sabía que esa pregunta llegaría.
—Hija —le dijo con voz suave como pan recién horneado—, ¿tú
has visto alguna vez… una ventana al Cielo?
La niña abrió los ojos grandes como dos lunas.
—¿Cuál ventana, mami?
Su cabecita empezó a girar de un lado a otro, buscando
marcos, puertas, cristales… cualquier cosa.
Entonces la mamá tomó su carita entre sus manos —sus
mejillas llenas de ternura y calor de niña— y la dirigió hacia un punto
brillante en el cielo.
Las nubes se habían abierto justo en el centro, como si una
mano gigante las hubiera apartado con delicadeza.
Por esa abertura caía un rayo enorme de luz dorada, espeso, cálido, parecido a
la miel que gotea lentamente de una cuchara.
La niña quedó con la boca abierta.
—¡Mami! —susurró—. ¿Eso es… la ventana al Cielo?
—Sí, hija —respondió su madre—. Por allí suben las almas…
como globitos de luz, como luciérnagas que vuelan hacia su verdadero hogar.
El valle que respira
Abajo, el valle entero estaba cubierto por la niebla.
Pero no era una niebla cualquiera.
Era una niebla que parecía viva:
se movía como si respirara,
se estiraba como si despertara de un largo sueño
y brillaba suave bajo la luz del amanecer.
—Mami… —dijo la niña con un hilo de voz—. Los muertos… me
asustan.
La mamá acarició su cabecita.
—¿Por qué te asustan, amor? Allí están los abuelos de tus
abuelos, los héroes, los santos… y personas buenas que simplemente cerraron los
ojos y ahora descansan. Todas esas historias que te cuento… vienen de ellos.
La niña frunció el ceño, preocupada.
—¿Y los malos? ¿Los que se portaron mal?
La mamá pensó. Las respuestas importantes siempre se piensan
como si fueran un tesoro frágil.
—Hijita —dijo al fin—, las personas que hacen daño solo
pueden hacerlo aquí, en la tierra. Pero cuando su alma vuela hacia el Cielo,
Dios… las limpia, las abraza, les quita el polvo de las travesuras y de los
errores. Las vuelve nuevas con Su Misericordia.
La niña inclinó la cabeza.
—¿La misericordia es como un jabón mágico?
La mamá soltó una risa casi silenciosa, como una campanita
discreta.
—Algo así. Es como una lluvia cálida que cae sobre el alma.
La deja suave, limpia… brillante. Dios quiere que todos regresen a Él, incluso
los que se equivocaron muchas veces.
La niña abrió mucho los ojos.
—¡Entonces Dios es como tú, mami! ¿Es abogado?
Y el coche entero se llenó de la risa dulce de la mamá.
—Dios es más grande que eso, amor. Es como si fuera abogado,
juez y también amigo. Todo lo que hacemos le importa mucho. Lo que nos alegra…
lo alegra. Lo que nos duele… también lo lastima. Pero aun así… siempre nos
perdona.
La niña respiró profundo, satisfecha, como si acabara de
entender un secreto del Universo.
—Ahhh, qué bueno —dijo, y se acomodó en el asiento, envuelta
en una paz que parecía manta calentita.
El consejo del valle
El auto siguió su camino y el valle quedó atrás, pero algo
quedaba flotando en el aire:
una sensación de silencio hermoso, una promesa, una melodía que no se oía pero
se sentía.
—Hija —dijo la mamá—, escucha lo que te enseñamos. Haz el
bien, busca la luz, no seas necia… y la vida te mostrará los milagros que ahora
no entiendes.
La niña asintió, guardando cada palabra como quien guarda
una piedra preciosa en el bolsillo.
Años después
Pasó el tiempo, como pasan las estaciones: llenas de
colores, de risas, de hojas que caen y vuelven a nacer.
Y cada vez que madre e hija pasaban junto al Valle de la
Niebla, la conversación volvía… crecía… cambiaba.
Ahora que la niña era mayor, entendía mucho más:
la niebla ya no le daba miedo,
la ventana al cielo no era un misterio,
y el valle… el valle se había convertido en un lugar sagrado.
Porque para ellas dos, aquel valle no hablaba de muerte,
sino de vida.
No hablaba de miedo… sino de fe.
No era un sitio triste… sino un recordatorio de que Dios siempre está cerca,
aunque lo cubra una manta blanca de silencio.
Y cada vez que el rayo dorado descendía, madre e hija
sonreían sin decir palabra.
Porque sabían que desde allí… desde esa ventana luminosa…
Dios también les sonreía a ellas.
Epílogo: Una Reflexión para Corazones Pequeños
A veces, las cosas más importantes no se ven con los
ojos, sino con el corazón.
El Valle de la Niebla nos enseña que el mundo está lleno de tesoros invisibles:
luces que parecen abrazos, nieblas que se mueven como suspiros, montañas que
guardan secretos llenos de polvo.
Así como la niña del cuento aprendió a mirar sin
miedo,
también nosotros podemos descubrir que la luz siempre encuentra un camino,
que incluso cuando algo parece oscuro o extraño,
puede esconder un mensaje de amor, de fe… o de esperanza.
Porque cada uno de nosotros lleva adentro una pequeña
ventana al Cielo,
una que se abre cuando somos buenos, cuando preguntamos con sinceridad,
o cuando miramos el mundo con asombro.
Y si aprendemos a escuchar…
veremos que la niebla no es un muro,
sino una manta suave que Dios usa para recordarnos
que nunca estamos solos.
Dedicado: a mi amada hija, Andrea Carolina, quien
me lo inspiró, y con la esperanza de que algún día lo lean mis nietas: Vanesa.
Mía, Beatriz, y mis nietos Gabriel, Christian, Emanuel.
Nota: este cuento lo escribí el 02/07/2010