martes, 21 de septiembre de 2010

"BRUJAS"



Hacía mucho se había planificado el encuentro, o debería decirse... el reencuentro? Lo cierto del caso era que el tiempo estaba por cumplirse y no era aceptable dilación alguna. La reunión tendría lugar en la fecha fijada y en el lugar escogido; no se le haría ninguna trampa al destino. Las cartas se habían echado... solo faltaba la jugada.

- Ludivina?
- Mujer, por fin llamas, dime... a que hora sales?
- A la hora fijada, si no surgen inconvenientes?
- Con qué... con el avión o la escoba? – dijo esto soltando una carcajada..
- Eres una bruja!
- Si, es cierto... pero tu eres la bruja mayor! Aquí tengo a Juana al lado mío, desesperada por hablar contigo, te la pongo.
- Hola amiga, Ludivina y yo hemos esperado esta llamada con ansias... pensábamos que ya no vendrías!
- Por nada del mundo perdería esta reunión de brujas! Todo según lo convenido... les aviso al llegar a Madrid, una vez que tenga el boleto del tren en mano, para que sepan a que hora llego a Gijón.
- Vente bien abrigada, el frío está que cala los huesos...
- Tranquila, mi escoba tiene calefacción...- y también soltó su carcajada.

Se trancó la comunicación... el viaje se iniciaba a su destino final. Cristiana guardó su celular y con maletín en mano... abordó el avión. Todo según lo previsto. Nada cambiaría aquella cita... así había sido escrito mucho tiempo atrás.
Una vez en Barajas, se dirigió sin pérdida de tiempo alguno a Chamartín; con el boleto en manos, llamó a las amigas notificándoles su llegada a España y el inicio del viaje en tren... el que la conduciría a ellas. A pesar de haber viajado muchas horas... se encontraba -prácticamente- a la misma hora de su partida, había retrocedido en el tiempo... estaba destinada a ello de manera inexorable.
Se despojó de su abrigo y guantes; se acomodó en su asiento e hizo unas llamadas importantes. Tenía que entregar un mensaje personalmente a Jacinto, quien se encontraría en el café junto a Cercanías, justo antes de hacer el transbordo de tren hacia Avilés, donde se reuniría con Juana y Ludivina. El cansancio la vencía y aún le faltaba mucho camino por recorrer.
Pensaba en Jacinto. No le conocía, nunca antes le había visto. Eso no la inquietaba, pues contaba con lo necesario para identificarlo justo cuando lo tuviera enfrente. El encuentro la tenía entusiasmada; no obstante ello, el sueño la abatía. Quedó profundamente dormida.
Al llegar a la estación de Oviedo, se despertó. Se levantó a estirar las piernas, arreglarse y comer algo. Aún faltaba para llegar a Gijón. En un abrir y cerrar de ojos… Cercanías! Se apeó con calma y con calma caminó por las calles al café. Caía el sol. A pesar del frío intenso de otoño, el cielo estaba despejado… completamente descubierto. La tarde estaba luminosa, pintando de un intenso amarillo toda la costa, los edificios y sus tejados. Allí estaba Jacinto… sentado alrededor de una mesa junto a dos jóvenes mujeres. La estancia olía a café y dulces aromas… más dulces que la brisa del mar que todo lo invadía. Se sentó en la mesa de al lado, junto a ellos. Las chicas que acompañaban a Jacinto voltearon a verla… y de inmediato, con cara de espanto, susurraron entre si:
- Viste? Es ella!
- Si… será verdad lo que cuentan?
Jacinto, observando a sus amigas cuchichear… quedó todo intrigado.
- De que habláis, por qué no me cuentan? – les dijo inquiriéndoles respuesta.
- Jacinto, la doña de al lado es la escritora que llaman “bruja”… porque escribe solo sobres muertos y reencarnados.- Dijo una de las chicas aún susurrando.
- Si, dicen que algunos que leen sus cuentos… quedan como en estado hipnótico… cambiándoles la vida después –apuntó la otra.
- Ah! Se de quién están hablando… la que escribió “La Niña y el Gato” “El Tren Que No Paraba” y “Brujas”… y otros cuentos más.
- Hombre, tu los leíste?
- Para nada, me lo comentaron. Son puras sandeces, cosas de ignorantes y crédulos… joder! – y sin pensarlo dos veces se volteó hacia Cristiana y le habló.
- Perdone que le moleste doña… es usted la escritora? Le preguntó él con desparpajo.
- Soy una de tantas… - contestó ella sin molestarse en mirarlo.
- La que llaman… bruja? Porque si es así, permítame decirle que su apariencia no concuerda- dijo esto soltando una impertinente carcajada.
Ella se puso de pie, lentamente, ante él… y lentamente el silencio se hizo en todo el recinto.
- Levántate chiquillo… para que me mires bien - le extendió una mano invitándole a ponerse de pie. Jacinto, con cara de pendejo, tomó su mano y se levantó frente a ella.
- Me ves?
- No puedo verla bien. La luz del sol me pega en la cara – contestó él… sin soltarle la mano.
- No juzgues a la gente por su apariencia – ella le dijo eso al tiempo que de lugar cambiaran. El sol le daba a ella, ahora, en la cara. Podía él verle, entonces, directo a los ojos. Ojos bañados de luz… que como agua cristalina dejaban ver un fondo profundo y rocoso.
- Jacinto, para saber quien es cada quien, tienes que dejar de ver rostros… tienes que aprender a ver el alma! – pronunció estas palabras con tal firmeza y fuerza que dio la impresión que retumbaran a kilómetros de distancia; pero no fue así… le habló en voz baja.
Jacinto no decía nada… solo la miraba. Todo él sumergido estaba en su mirada. Le pareció ver cosas que no estaban… y recordar sensaciones que creía no haber vivido. Sentía, primero, flotar sobre el piso y luego dar vueltas alrededor de ella a gran velocidad; como si un remolino lo zarandeara sin parar… le dio vértigo, tenía ganas de vomitar. Vomitó, desplomándose inconsciente en el piso.
Las jóvenes que acompañaban a Jacinto, no pronunciaron ni una palabra… ni socorrieron al amigo; paralizadas en sus asientos… ni siquiera levantaban la vista. Estaban petrificadas… como si de rocas se trataran.
Cristiana tomó el último sorbo de café… con calma y satisfecha. El mensaje había sido entregado. Jacinto ya no andaría por la vida haciendo pavadas… tendría consciencia de su existencia, tal como la tenía ella.
- Con la necesidad de guardianes que tiene el Cielo y éste de juerga como si estuviera de ferias… joder!- exclamó ella.
- Qué hacen tontuelas? –se dirigió a las jóvenes- Por qué no se levantan y ayudan a su amigo, no ven que debe haberse desmayado por no haber comido algo? – dijo esto, dando media vuelta y yéndose a la estación de trenes… a Avilés se marchaba… como si no hubiese sucedido nada!
- Ya se fue? – pregunto una de las chiquillas asustadas.
- Escuché sus pasos alejarse… lo llamó Jacinto, cómo supo su nombre? Ave María Purísima… si es una bruja!- contesto la otra, aún del miedo congelada.

Ya en el tren que conduce a Avilés, estaba completamente relajada y alegre. Desde el inicio de su largo trayecto había visto por la ventana los paisajes agrestes y urbanos, uno en sucesión del otro, repetidamente... a una velocidad solo comparable a la de los recuerdos que venían a su mente, en abundancia y en una intensidad tal… que la dejaban aturdida.
Era imposible no recordar esos paisajes prístinos del continente austral, donde la pureza del aire hacía que la visión lo uniera con las aguas calmas y las riveras encharcadas… como un todo; como si estuviesen flotando dentro de una burbuja de líquido mercurio… denso y mágico, mientras ella acompañaba a su padre –en absoluto silencio- cuando en su bote pescaba. Lo recordaba a él, siempre callado y con la mirada perdida. Recordaba como la veía con desdén, hasta con rabia y como con sus toscas manos la golpeaba. Jamás le perdonaría el hecho de que su joven y amada esposa muriera por parirla a ella. No la alimentaba. Cuando a su famélico cuerpecito agua le prodigaba… se lo tiraba en la cara, para que la bebiera del piso… como una alimaña. Así, tirada en el suelo absorbiendo el agua, podía ver en ella reflejada la imagen de ese infeliz hombre… alto, de cabellos rojos y con unos ojos azules tan intimidantes… como el cielo tormentoso en alta mar. Y allí, tumbada, él la pateaba mientras le reclamaba su extremo parecido con su madre, lo cual juzgaba como una insolencia por no permitirle olvidarla. Ese buen hombre, perdido en su impotencia y enojo, le había dado la primera lección de su vida… que el perdonar las villanías del que ama con dolor… está bien.

También surgía en su mente los recuerdos de su estancia en ese pequeño territorio de la Europa Oriental; de las largas calles de tierra negra, alfombradas y perfumadas por las flores de Tilo. Esos grandes y frondosos árboles que las enmarcaban… como claras señales de caminos conocidos. Escuchaba la risa de ella y sus amigos, correteando a los gatos para colocarles cascabeles que retumbaran en sus oídos. Las risas no cesaban. Corrían, en árboles se encaramaban, rodaban por el piso y por todo se maravillaban. Desde los deditos de sus gorditos pies hasta sus desprolijas cabelleras, cundidas de piojos, las flores de los tilos los envolvían como hermosos regalos… como valiosos tesoros. En este pasaje de su vida aprendió que siempre la niñez debe estar rodeada de amigos, despreocupación y alegrías…eso estaba bien.

Recordaba aquellas tardes soleadas de verano, refrescadas por la brisa proveniente del cantábrico; sentada en el piso de tierra barrida, junto a aquella madre –de ese entonces- que abnegadamente y con mucha paciencia, le enseñaba sus primeras letras; las dibujaba con un palillo hecho de una rama caída y la madre las borraba y las corregía, por estar ella siempre distraída. Observaba a su amoroso padre venir por el camino empinado, con pesadas vasijas de barro llenas de agua fresca del río, pero con una amplia sonrisa… cuando estudiar la veía. Había aprendido, que no valían las posesiones, si entre padres e hijos existía amor, dedicación y respeto… y si la instrucción se impartía. Eso estaba bien.

Y cómo olvidar aquél miserable día en que se le enseñó que cada quién cosecha lo que siembra? Hincada de rodillas en la fangosa tierra, fue obligada por el furioso padre a poner su cara contra ésta… mientras la azotaba sin piedad. Desde el suelo, con el rostro semicubierto, por su cabello lacio y negro empapado de barro y sangre, lograba atisbar los cestos llenos de mangos, y al fondo los platanales. Era tiempo de cosecha. También podía oler la acidez de los frutos que en el suelo se descomponían. Dulces y amargos aromas envolvían su trágico día. Su pequeña hija, concebida sin unión bendita por el amor, se había ahogado en el pozo… sin auxilio alguno, por estar ella con holgazanería. Después de la paliza iracunda de su padre, fue desterrada del fundo de éste; jamás volvería a ver a su familia vietnamita. El traer hijos a este mundo sin amor y sin responsabilizarse por ellos… era un mal asunto. Eso no estaba bien. Jamás olvidaría aquella lección… jamás tal vileza repetiría.

Por el contrario, en su siguiente vez, se esforzó por ser útil y valiosa a sus semejantes. De esta manera se reinvidicó ante Dios, cuando en una abigarrada tarde de incipiente primavera, se lanzó del muelle para ayudar a su hermanita que se ahogaba. Ella la adoraba. Era una bebé dulce y quieta… que solo sonreía. Oía los gritos de su desesperada madre, que le suplicaba que la salvara. Impulsada por la angustia de ésta, se despojó de su abrigado ropaje para lanzarse al agua; pero se detuvo, por un instante, el miedo la paralizaba. En aquellas aguas translúcidas por su pureza… nadie se bañaba. Eran profundas y traicioneras… por las abundantes algas verdes y negras que en ellas se propagaban. Vio el cuerpecito agitándose bajo la superficie y se llenó de coraje… lanzándose a las frías aguas. Luchó valientemente para alcanzarla, rescatándola del follaje marino y sacándola a la superficie… a la madre entregándosela. Ésta se fue presurosa del lugar para brindarle socorro a la infante, dejándola olvidada… sumergida. No alcanzaba la superficie, enredada estaba; entre más luchaba por librarse de sus amarras, más se cansaba… se ahogaba. No sentía miedo ni rabia, estaba tranquila… la paz la embargaba. Su deuda con la vida anterior… estaba saldada. Amar a los semejantes como a uno mismo, está bien. Sacrificar nuestras vidas por un inocente… está muy bien.

Era obvio que en el transcurrir de su vida sus aprendizajes no solo provenían de duras y tristes lecciones; ni tampoco de la absoluta pobreza. Algo que siempre la había animado a seguir adelante, era el recuerdo de los festejos y alianzas. De ello había aprendido que cuando las personas se unen con amor y alegrías y se comprometen al respeto y cooperación mutua… florecen las familias felices y prósperas… las sociedades sanas; donde los males no agobian. Y eso… era muy bueno!

Entre uno y otros recuerdos, el tiempo transcurrió en un abrir y cerrar de ojos. No podía creer lo que estaba viendo. Había llegado a Avilés y descendido del vagón…. y allí estaban ellas! Ludivina, de mediana estatura, morena, de ojos y cabellos oscuros, almendrados… como una mora. Había sido la hijita que dejó ahogar en el pozo y la hermanita que salvara de ahogarse en las heladas aguas. Y Juana? Tan diminuta y acomodadita, como una muñeca de porcelana. Su piel, cabellos y ojos eran del color de la miel… y así de dulce era. Ella fue el padre que la maltratara hasta matarla; el que la corrigiera a golpes, desterrándola y el que, posteriormente, la amara y enseñara. Cuántos valiosos instantes compartidos y cuánta enseñanza mutua impartida!
Soltó el equipaje, dejándolo atrás al correr en pos de ellas. Se abrazaron fuertemente, como enganchándose… para que no las separaran. Entre ellas había un cómplice silencio. Si no fuera por los gimoteos entrecortados producidos por el llanto reprimido… se hubiera podido decir que se escuchaban las lágrimas que rodaban por sus mejillas. Separaron sus rostros, sin dejar de abrazarse, se veían unas a otras con sonrisas espléndidas, propias de la felicidad que las embargaba. Sin soltarse, recogieron el equipaje con las manos libres y así salieron del andén… como un alma sola en perfecta paz y armonía. Una vez en la calle y mirando hacia atrás, podía observarse la estación ferroviaria; a la edificación antigua le había sido agregado, a manera de ampliación, un nuevo edificio moderno. Testimonio fiel de dos siglos superpuestos, continuos… bien conocidos por ellas; de nuevo sonrieron. Continuaron su camino. La urbe parecía desolada, pero mágica; tenía todo lo bello y bueno del pasado y del presente… era ecléctica. Mucho frío, mucho verde, seco el ambiente. Todo pintado de un amarillo rancio, sin brillo… por el ocaso del sol . Solo se escuchaba el incesante taconeo al caminar por las empedradas callejuelas y el crujir de las hojas secas arrancadas por la brisa. Todo estaba en profunda calma, uno que otro trinar de ave rompía aquel silencio.
Una vez en casa de Juana, desprovistas del pesado ropaje, se sentaron en la mesa de la cocina. Estaban calladas, pero no porque no tuviesen nada que decirse; por el contrario, era tal la ansiedad de contarse las nuevas experiencias… que no sabían por donde comenzar. Además cualquiera de ellas esperaba que la otra comenzara. Servido el vino, Cristiana tomó la palabra.
- Chicas, quiero hacer un brindis, por nosotras y… por coincidir!
- Por nosotras y por coincidir! – brindaron Ludivina y Juana con estruendosa alegría.
De ahí en adelante, no pararon de hablar. Entre copas, tapas y fotografías… amanecieron. Habían puesto música, a bajo volumen… no querían compartir con nadie esa singular alegría, la fiesta era solo de ellas. Estaba sonando la canción que habían adoptado el siglo pasado, como himno de sus encuentros y despedidas… “Coincidir”. Estaban embriagadas por el alcohol y la alegría. Cantaban al unísono el coro de esa canción:
- “Soy vecino de este mundo por un rato… y hoy coincide que también tú estás aquí; coincidencias tan extrañas de la vida… Tantos siglos, tantos mundos, tanto espacio y coincidir…”

Soltaban risas sinceras y profundas… salidas del alma; almas que habían desnudado, desprovisto de la personalidad tomada para la vida presente… vistiéndolas de la más pura inmortalidad.

domingo, 12 de septiembre de 2010

EL AMANECER







Su cuerpo yacía desnudo a un costado de la cama. Estaba despierto, mirando fijamente la ventana. Veía como la fresca brisa primaveral se colaba entre las cortinas, ondeándolas una y otra vez; al tiempo que la habitación se impregnaba de los dulces aromas del jazmin y de los manzanos, del orégano y del romero y de la fragancia de ella... que la tenía a su lado. Solo vivía para despertar y ver el amanacer. Se quedaba mirando la ventana, suplicándole a Dios que aparecieran los primeros rayos de sol... y se produjera el milagro.

Como mágica aparición, la luz fue inundando la habitación y sus rayos todo lo iluminaba suavemente... como la visión a través de un velo de novia. El espejo frente la cama, semejaba un lago de plata que refleja la más bellas de las siluetas... las de ellos.
Como todos los días, todo estaba por comenzar... y eso lo agitaba; pero se quedaba quieto, como dormido. Sintió, de repente, como el pie de ella se movía en busca del suyo. Contuvo la respiración y cerró los ojos, no quería que supiese que estaba despierto ni que todas las mañanas con ansias... su despertar esperaba.

Todo su cuerpo se estremeció cuando sus brazos lo rodearon... se iniciaba el milagro! Lo acariciaba suave y lentamente de arriba a abajo, como el vaivén de las olas a la orilla de un lago. Se le acercaba tanto, que podía sentir su aliento... como sentía la brisa de la mañana . Se le encaramaba, sentía el calor de su vientre en sus nalgas y sus suaves pechos le rozaban la espalda. Su cara tibia se apoyaba en su mejilla, mientras le besaba sus ojos, sus orejas... toda su cara; sin dejar quietas las manos... que todo lo tocaban. Ella lo besaba, de cabeza a los pies... sin perderse de nada. Como le gustaba eso, su peso, su calor... sus caricias, sus besos; solo Dios sabía cuanto la amaba!
Sin poderse contener más, se dió vuelta, sosteniéndola firmemente con sus brazos; para que quedase arriba... como le gustaba.Vio su rostro iluminado por la mañana. Lo tomó con sus manos, por las orejas hasta la nuca y lo atrajo hacia sí... para poder besarla, una y otra vez... mientras se abría camino a sus entrañas; suave y lento, para grabar en su mente esa sensación de gloria... que al firmamento lo elevaba. Ella mantenía el control, con el ritmo de sus caderas... con sus manos a las de él entrelazadas.
El la miraba fijo, con la respiración entrecortada. Deseaba detener el tiempo... que esa mañana jamás acabara. El inmenso placer que sentía solo se comparaba con el miedo que le agobiaba; qué sería de su vida, de sus días... si despertara una mañana y ella a su lado no estuviese?



Ana Margarita.-



Nota: La FOTO que ilustra el presente relato fue bajada de Imágenes de Google; se desconoce autor o propietario, a ellos los méritos y derechos que puedan corresponderle.